Desde que irrumpió el coronavirus en nuestras vidas, de todas las limitaciones que hemos sufrido, una de la que más nos dolió en EAS es el tapabocas. A no confundir: no nos molesta usarlos. Sabemos que es nuestra responsabilidad y la asumimos con gusto. No. Más bien nos entristece el alma no percibir sonrisas, gestos, expresiones, todos esos vínculos vivos con la gente que exceden la simple penetración de las palabras.
Aquel cálido mediodía de abril, nos pasó algo que pocas veces sucede. Silvia nos estaba esperando en la puerta del merendero “Mi Arcoiris” (Tres de Febrero) con una sonrisa que, de alguna manera que no podemos explicar, se dejaba percibir a través de su barbijo. Un gesto que no pudimos ver, pero lo vimos igual.
Con esa expresión cálida, de bienvenida, que te invita a pasar sin que tengas que pedir permiso, nos abrió la puerta de su comedor y de su vida. Nos contó de cómo empezó su aventura solidaria, de la satisfacción de ayudar sin pedir nada a cambio.
Pero detrás de sus ojos vidriosos y su sonrisa amigable, nuestra protagonista escondía un profundo dolor. Silvia cargaba en su corazón con un tormento imposible de comparar: la pérdida de un hijo. De todas formas, a pesar de su pena inimaginable, no dudó ni un segundo en compartir su historia con nosotros.
Nos contó de su pérdida, de lo duro que fue transitar el duelo y de cómo junto con José, su pareja, encontraron una salida en “Mi arcoiris”. El merendero fue, para ellos, la oportunidad de encauzar su dolor y darle significado a la tragedia. A medida que avanzaba su relato, las memorias vivas le resquebrajaban la voz al pasar por el nudo de su garganta. No fue la única. Todos los que escuchamos su historia recibimos un pinchazo en el corazón, como si el recuerdo fuera propio.
Su tono se normalizaba y volvía a la calidez habitual cada vez que hacía mención al merendero. No hay dudas de que entregarle el corazón a los pibes del barrio fue su salvación y, en definitiva, lo que le devolvió su sonrisa. Como suele decir ella misma: “Ayudar es el abrazo del alma”.
El sol del sábado ya comenzaba a esconderse en los techos y, como si fuera cualquier oficina, el merendero debía continuar con sus tareas. Desde la puerta, Silvia nos despedía con esa cálida expresión con la cual nos había invitado a pasar, con el deseo expreso de que la vida nos vuelva a cruzar alguna vez. Ya conocemos el camino: sólo hay que buscar aquella sonrisa que ni el covid podría tapar.