Owen

No se reía. No había forma. Le hablábamos, le cantábamos, le jugábamos. Lo alzábamos en nuestros brazos. Hasta le hacíamos cosquillas. Intentamos cualquier fórmula recontra comprobada con cualquier niño menor a dos años. No había caso. Owen había olvidado cómo sonreír.

Todavía no hablaba cuando lo conocimos. No hacía falta: sus ojos lo hacían por él. Esa mirada aguda, penetrante, húmeda, que te invita a ver su alma, contradiciendo absolutamente esa aparente seriedad. No sonríe, no habla, pero te grita bien fuerte: “¡No me sueltes!”.

A Owen le robaron la risa, el bien más preciado de todo chico. Lo vimos por primera vez hace tres años, en el Hogar Milagro, en donde recaló luego de que la Justicia lo alejara del alcance de su madre. ¿Habrá sido esa separación el preciso momento en el que dejó caer su alegría? Vislumbrar eso con certeza es imposible. Lo que sí sabemos es que, según el Estado, llegó al hogar con cocaína en su sangre.

Tal vez por eso en sus ojos hay tanta profundidad y tanta expresión. Como si en esos pocos meses de vida ya hubiera visto más de lo que su frágil alma de infante pudiera tolerar. Y quizá por esta historia es que gritaba en silencio que nunca, nunca lo soltáramos.

Lo que los ojos de Owen todavía no percibían era el futuro que tenía por delante. El mismo mundo que tanto daño le hizo es el que le abrió y le seguirá abriendo miles de oportunidades. El mundo será el lugar que él quiera y tiene todo el tiempo para moldearlo a su gusto.

Hoy Owen ya tiene 4 años y una nueva familia. Tras las puertas de su nueva casa, lo estaba esperando con los brazos abiertos la sonrisa que había dejado olvidada en algún lugar al que no tendrá que volver jamás. En cuanto a nosotros, cumplimos con su pedido silencioso: en nuestra memoria y en nuestros corazones, nunca lo vamos a soltar.